viernes, 3 de diciembre de 2010

Cuando nos quitamos las caretas

Las personas por lo general tratan de guardar las apariencias. Los que no lo hacen son considerados en cierto grado rebeldes y hasta ellos no pueden evitar caer en ese instinto tan humano. Sin embargo, hay una nueva estirpe, de no-hombres, no-muertos, infectados o vaya usted a saber qué que desafían esa norma. No sé como los llamaría Max Brooks, pero sé como los llamo yo: sinvergüenzas.

Esta tarde, en Zürich, en la elección de la sede para los mundiales de fútbol de 2018 y 2022, la palabra mamoneo ha alcanzado niveles de representación hasta ahora desconocidos. Primero habría que cuestionarse la lógica que tiene designar en 2010 la sede de 2022, con doce, ¡doce! años de por medio, pero vamos a ir al grano.

Rusia partía como clara favorita para albergar el Mundial 2018, por delante de la candidatura inglesa, ibérica y la de belgas y holandeses. Se pueden discutir sus infraestructuras ya construidas, la distancia entre sedes, las comunicaciones...no es una candidatura perfecta ni mucho menos, pero responde a los criterios que últimamente está siguiendo la FIFA y desde luego es una nación más preparada para un evento de este tipo que Sudáfrica, sin ir más lejos.

Claro que esos patrones dejan de ser patrones y se convierten en chistes cuando apenas unos minutos después se anuncia que el Mundial de 2022 se disputará en...Qatar.

Qatar es el segundo país más pequeño del golfo tras Bahrein y cuenta con una población total de 885.000 habitantes, o lo que es lo mismo, toda la población de Qatar entraría en once estadios de la capacidad del Santiago Bernabéu. Su selección de fútbol nunca ha participado en una Copa del Mundo y actualmente se encuentra en el puesto número 113 del ranking FIFA, por detrás de la República Centroafricana y por delante de Thailandia. Un vuelo Madrid-Doha cuesta aproximadamente 650 euros.

Son datos fríos, libres de interpretación, que eso viene ahora. La FIFA ha pervertido todos los valores que proclama y ha tomado la decisión que más daño puede hacer a un deporte: alejarlo de la afición. En Sudáfrica hemos visto estadios llenos a última hora debido al regalo de entradas a la población local, escasísimos viajes por parte de la mayoría de aficiones y estadios con ambientes de todo menos futboleros. En Qatar ni siquiera hay población a la que regalar esas entradas.

¿Cómo puede hablar la FIFA de diversificación cuando no hay nadie a quien beneficiar? ¿De verdad la FIFA piensa que alguien se va a creer que se toma la decisión pensando en esos 885.000 qataries? Pues no, obviamente la FIFA no piensa que nadie lo vaya a creer, pero le da lo mismo.

Si no le diera lo mismo, la organización del Mundial habría recaído por ejemplo en Australia, pero como ya hemos dicho al principio, a los señores de la FIFA esto de las apariencias les importa un bledo.

Qatar promete tecnología, marcianadas en lo referente a los estadios y mucha modernidad, seguro, pero fútbol en esencia muy, muy poco. Por no hablar de que se le regalará la plaza a una selección de nivel, a día de hoy, mediocre. Allá la FIFA con el rumbo que quiere adoptar, con su fair-play de pandereta y sus principios subastados al mejor postor o al que primero puje. En 2022 será Qatar, en 2026 bien podrá ser Kuwait y en 2030 por qué no Chad, todo sea por la diversificación y por la pasta. Siempre por la pasta.

Confeti para los petrodólares.




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